De Carlos Zorro - De reflexiones de la política: Ética y política en la coyuntura colombiana

El ser humano, por el simple hecho de serlo, tiene algún grado de libertad. Esa libertad no es absoluta, pero le da un margen más o menos amplio para decidir lo que desea lograr y elegir los medios que utilizará con tal propósito. Sus decisiones no son infundadas: ellas se basan en criterios que le permiten percibir y valorar las consecuencias de sus actos y elegir los principios y reglas que han de encauzarlos. Tales criterios son de naturaleza ética y, desde una perspectiva humanista, buscan que los seres humanos se realicen como individuos y miembros de una sociedad. En consecuencia, todo acto humano que de alguna manera involucre su libertad tiene connotaciones éticas.

Así como los individuos pueden escoger entre diversas opciones, también las sociedades políticamente organizadas según los planteamientos democráticos pueden elegir el fin que quisieran convertir en realidad y los medios para lograrlo. Esta forma de organización resulta de acuerdos implícitos o explícitos entre quienes hacen parte de una sociedad, con miras a garantizar el ejercicio de sus derechos y, en lo posible, la realización de su pleno potencial individual y social.

Por esto, en países como Colombia, donde rige la democracia representativa, es la misma sociedad la llamada a escoger esos fines y medios. De aquí surge la relación indisoluble entre ética y política tanto para los ciudadanos –comunidad política– como para sus gobernantes. Naturalmente, esto no impide que, al igual que en las decisiones individuales, desde la política pueda incurrirse en desviaciones que lleven, por ejemplo, a buscar no el bien común sino el de unos cuantos individuos o grupos.

¿Cuáles son los criterios éticos que permiten escoger fines y medios? En cuanto a los primeros, la civilización occidental, desde Aristóteles, ha señalado al bien común como propósito último de la política. En una democracia como la que consagra la Constitución colombiana de 1991, ese es el mandato que el pueblo confiere a quienes elige para gobernarlo.

Sobre los medios, es claro que no todos son válidos por loable o deseable que sea el fin que se persigue, si se acepta que el ser humano tiene derechos inalienables. No es lícito, por ejemplo, asesinar a quien perturba la tranquilidad pública, ni sería aceptable, para aumentar la producción, despojar a campesinos económicamente poco productivos de las tierras que aseguran su subsistencia. Por esto, al elegir los medios hay que respetar principios éticos fundamentales.

Si se vive en un “Estado de Derecho” en el que el gobernante está sujeto a unas normas legales, estas no pueden violarse so pretexto de avanzar más eficazmente hacia el fin deseado. En esta forma, y sin entrar en discusiones filosóficas, el fin no justifica los medios. Esto significa que la ética no solo propone orientaciones sobre los grandes fines a los que debe apuntar la actividad humana, sino que fija límites a las acciones dirigidas a obtenerlos. Estos límites impiden, incluso, justificar eventuales transgresiones a principios éticos por el hecho de que ellos sean quebrantados por grupos que hacen de la violencia el instrumento para imponer sus ideas o sus intereses.

Es deber de todo gobernante tratar de avanzar de la mejor manera hacia los fines propuestos utilizando eficientemente los recursos disponibles. De lo contrario, les está negando a los ciudadanos su derecho a los logros derivados de ese avance. Por ello, no solo desviar indebidamente los recursos destinados a lo público –corrupción en sentido estricto– sino despilfarrarlos por ineptitud o descuido constituyen faltas a la ética.

Es claro que no todos los medios son válidos por loable
o deseable que sea el fin que se persigue, si se acepta que
el ser humano tiene derechos inalienables.


De lo expuesto se desprende que es imposible formular una buena política a espaldas de la ética. Una política que ignore los grandes fines sociales o que viole la dignidad humana para conseguirlos es repudiable, así exhiba logros importantes en campos específicos.

En la política siempre están los gobernantes y los gobernados. Como miembros de la sociedad, ambos tienen compromisos éticos. Los primeros han de poner todo su empeño en guiar los procesos hacia los fines propuestos con los medios adecuados y, los segundos, contribuir a ello con sus acciones y el respeto a las normas de convivencia. Así, la ética en la política tiene dos caras: la que mira al gobernante y la que mira a los
gobernados.

Al observar la realidad contemporánea, es evidente que países como Colombia requieren una revolución ética que se refleje en la política. Una revolución no violenta que supere el abismo abierto entre la gran proporción de quienes sufren enormes carencias de toda índole y los pequeños grupos que concentran una altísima proporción del ingreso nacional –según el PNUD y el Banco Mundial, la distribución del ingreso en Colombia es una de las más desiguales del mundo–. Una revolución humanista que erradique la corrupción en los sectores público y privado y que reivindique derechos esenciales de las personas, como la vida y la elección del sitio de residencia. En el largo plazo no es viable una sociedad que soporta sin protestar índices desbordados de violencia y mira impávida el desplazamiento de no menos de tres millones de personas como resultado de las situaciones aberrantes a que ha llevado el conflicto armado irregular.

Se requiere una revolución ética y son, justamente, aquellos que han sido elegidos para orientar el rumbo de la sociedad quienes están llamados a liderarla con su ejemplo y sus acciones. Por tanto, es función de los políticos promover a fondo la inserción de una ética humanista en la concepción y la práctica de la política colombiana.

Esto lleva a algunas reflexiones finales sobre la ética frente al conflicto colombiano. 

En primer lugar, si se acepta el bien común como fin de la política, resulta indispensable dar prioridad a quienes encuentran bloqueado el camino para acceder a él, entre ellos los desplazados, quienes están peor según todos los indicadores. La reciente sesión de trabajo entre la Corte Suprema de Justicia y el director de Acción Social puso de presente la gravedad de la situación por la que atraviesan y la necesidad de brindarles soluciones con una profundidad y una prioridad capaces de enfrentarla.

Las acciones respectivas deben ceñirse al presupuesto de la dignidad humana. No cabría defender, por ejemplo, el sacrificio de una generación de desplazados en aras de una tranquilidad ficticia, ni una solución de sus problemas subordinada a la implementación de proyectos atractivos para el sector privado que absorban el capital humano de los desplazados.

Resulta absolutamente inadmisible cualquier intento de aprovechar la situación de este grupo para obtener beneficios individuales, tanto por los funcionarios públicos llamados a proteger o restaurar los derechos de las poblaciones afectadas, como de empresarios interesados en aprovechar económicamente las tierras de las que se ha desarraigado a esa población. Es repudiable, por ejemplo, la oferta de sumas irrisorias por sus tierras. 

Escoger los fines y medios deseables en la política tiene momentos privilegiados. Entre ellos se destaca aquel en el que los ciudadanos eligen a quienes habrán de guiar a la nación en el futuro. Por tal razón, el proceso electoral que se avecina en Colombia debiera ser una coyuntura favorable para demandar que sean los fines, los principios y la práctica de una ética humanista los que orienten los procesos y las decisiones políticas.

Los colombianos tenemos no solo el derecho sino también el compromiso ético de romper la indiferencia que nos ha caracterizado frente a la encrucijada nacional y exigirles a quienes aspiran a liderar –desde la política– el desarrollo futuro una posición clara frente a los grandes problemas actuales, incluido, evidentemente, el desplazamiento forzoso.

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